domingo, 26 de diciembre de 2010

2. Nene

El día siguiente al que fue reportado desaparecido un niño de la pequeña comuna de Martínez, y el hedor a muerte repentinamente dejase de escaparse de una puerta de roble de la comiquería local, un camión llegó. Las letras impresas en plata buscaban la forma de contrastar con el azul del fondo y daban la impresión de acaparar todo el sol, pues su brillo era tanto de intenso como de riesgoso para la vista. El chico que se bajó del lado del acompañante sabía bien lo que rezaba el cartel: Fletes Sete. No podría haberlo deducido por el neón que encandilaba a un lado del vehículo. No. El conductor, un hombre de buen corazón pero algo abstraído, se lo recordaba con frecuencia. Extrañamente para un sujeto tan de nube, siempre estaba atento ante la posibilidad de mencionar cómo Fletes Sete se convertiría en poco tiempo en la «más grande empresa de transporte de mercaderías en todo el país, si no en el continente entero». «Un hombre puede soñar», se repetía cuando su padre lo comentaba, cada mañana. Sin embargo, siempre se preguntaba qué lo hacía acabar allí, sin volar más alto. Su sueño era ambicioso, eso tenía que aceptarlo, pero era extraño que no añorase controlar las mercancías en China, Francia o Australia.

—¿Por qué sólo en Argentina, o en América como mucho? —le había preguntado una vez, durante un desayuno de invierno. La mirada que le hubo echado en respuesta parecía herida.

—No me gustan los océanos, nene —había sido su réplica, tras lo que se sintió como un interminable minuto. Lo había dicho sin mirarlo a los ojos, como si se sintiese avergonzado, y la inclusión de la palabra “nene” en su contestación le había puesto la piel de gallina. Ambos coincidían en que era un vocablo irrespetuoso, y sólo se lo había oído decir una vez, despectivamente. Estaba ofendido, no cabía lugar a dudas en la mente de su hijo.

No había vuelto a verlo tan alterado como en aquella mañana desde hacía mucho tiempo. Al menos, así había sido hasta la última parada antes de llegar a destino. Cuando se detuvieron para llenar el tanque y almorzar algo, su padre simplemente se sirvió un expreso. Era común en él saltarse comidas —peligrosamente común, como no dejaba de recordárselo el doctor, pero él no era el tipo de persona que hace demasiado caso del consejo profesional. Mientras su hijo devoraba un sándwich de queso y se cuidaba de que nadie se acercase demasiado a las magdalenas en el mostrador, simplemente revolvía su café, una y otra y otra vez, indeciso. Tras conducir en forma ininterrumpida por, al menos, ocho horas, debía estar demasiado cansado como para no bebérselo. Claro que también podía dolerle demasiado el trasero de lo entumecido que debía estar, y quizás aquello le molestaba más de lo que podría admitir. Pero eso no podía interponerse jamás en su camino con una bebida. Nada antes lo había hecho —algunas marcas en los muebles de su casa lo probaban.

—Andi... —había balbuceado antes de revolver una vez más, pero se detuvo antes de terminar. El muchacho lo miró con los ojos entornados, como si realmente creyese que escrutándolo con el cuidado que el hombre no permitía a los médicos, la respuesta a una pregunta que no podía poner en palabras aparecería. Notó al instante la idiotez que pretendía hacer, y desvió la mirada.

Volvió la vista a las magdalenas y, con un último mordisco, se levantó, dispuesto a darse el gusto de comprarse un postre. Su torpe naturaleza le jugó una mala pasada, como en cada oportunidad en que pretendía moverse sin causar alboroto. Su rodilla golpeó la mesa con suficiente fuerza como para tambalearla, y volcar el remolino de café. Ya debía de estar frío, ya que su padre no gritó como lo esperaba.

—Creo que deberíamos irnos, nene —murmuró antes de recoger su chaqueta del respaldo de su asiento y salir casi disparado por la puerta de la estación de servicio. Entonces comprendió.

No era odio lo que resonaba en los pasos de su padre.

Era miedo.

viernes, 24 de diciembre de 2010

1. Rojo

Un leve grito, sofocado por robustas paredes de de concreto, escapó de la Tienda de Cómics de Ripity Tip —más concretamente, de la trastienda. La sangre, por otro lado, no alcanzó siquiera a suspirar fuera del tufado ambiente de aquel minúsculo lugar. No: el espeso líquido carmín no hizo más que brotar y brotar, tiñendo a un tono más oscuro la madera y el polvo del depósito. La cabellera rubia, de un vivo y resplandeciente dorado parecía fuera de lugar en el lúgubre local. Janéerre lo supo, claramente. Janéerre lo solucionó, nada limpiamente.

Un hombre algo pasado de peso, con tatuajes cubriéndole la ceja y adornando ridículamente parte de su frente, rió amargamente, resignado. Esbozó una sonrisa seca al repasar los números de la contabilidad. No era necesario contratar a un contador para que organizase los libros; la caja registradora y el anotador de mercaderías compradas y vendidas evidenciaban la situación con la misma claridad con la que un balance de sumas y saldos lo habría hecho. En efecto, hasta el pequeño de niño de once años, incluso sin sus sesos como por esos momentos se encontraba tendido a pocos metros, se daría cuenta de que el rojo se había apoderado también de los bolsillos del dueño de su ruinosa y siniestra tumba.

Cerró el cuaderno y dejó escapar su frustración en un largo suspiro.

Se pasó la mano por la cara y la calva coronilla, como si fuese una toalla que, de alguna sobrenatural manera, pudiese secar el sudor de su angustia. Claro que, a esas alturas, había llegado a dudar que algo pudiese ser natural en la tienda.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Prólogo -- Baile Sangriento

No era cosa fácil de asimilar.

Miedo. Tip, tap, top. Muerte. Tip, tap, top.

Resonó una vez más, despertando otra ola de escalofríos. La risa entre dientes, aquella misma risa contenida que unos labios de madera simplemente no podían ocultar. Ésa fue la que el muñeco le dirigió al niño que temblaba en un rincón de la habitación; tanto a él como a las bailarinas del can-can, que enseñaban los dientes en una expresión fija y perdida mientras movían rítmicamente sus faldas, cubriéndose bonetes en forma de margarita y descubriéndose ropa interior oscura como la noche.

Mutilar. Hoppity, hop. Desangrar. Hoppity, hop.

Un cuchillo le arrancó un mechón de cabello dorado. Fue un corte algo más rudimentario que el de unas tijeras de peluquero —después de todo, un fino corte en medio de la trayectoria del proyectil anunciaba con alerta roja el dolor incipiente—, pero tan certero como el de un arquero. Las mentes vacías de las bailarinas muertas que tarareaban y canturreaban una nana ininteligible podrían —en el improbable caso de que aún lo consiguieran— pensar que había fallado por unos centímetros de abrirle un agujero en la cabeza; en realidad, acabar rápidamente no estaba en los planes del primer actor. Como mínimo, escribiría en grandes y deformes letras su nombre. Janéerre brillaría en escarlata, reluciendo como la luz de pare de un semáforo en medio de la pared, o tal vez como el letrero de neón de un espectáculo barato y ligero de ropas y contenido. Quizás hasta podría clavar un dedo a modo de acento. Se relamió con su lengua de caucho, húmeda y sucia, su imaginación tan vívida que, sin darse cuenta, había perdido el compás de la canción que entonaba.

La fantasmagórica orquesta cuya música surgía de entre las tablas de madera sueltas y removidas, se detuvo en seco. Las Margaritas interrumpieron su danza por un momento. El niño espió entre los dedos que cubrían su rostro aterrorizado, y cerró con firmeza los ojos, presionando con tanta fuerza los párpados que comenzaron a doler. ¿Estaría muerto? ¿A punto de morir? ¿Había sido tan sólo una pesadilla? Sin embargo, antes de que comenzaran a formarse en oración los interrogantes que acosaban a la diminuta figura que se acurrucaba en el rincón, los instrumentos regresaron con un violento sforzato, acompañado por un aullido más allá de toda escala vocal. ¿Estarían cosechando a las Flores? No. La nota era trágica, pero el sufrimiento que expresaba no era propio; parecía como si suplicaran por la piedad ajena. Entonces se percató de que el cuchillo ya no se encontraba clavado peligrosamente cerca de su cráneo. Despegó las manos de la cara para observar el final del espectáculo macabro, con la transpiración resbalándose por sus facciones contraídas por el terror. Podría decirse que compensaban las lágrimas que por efecto de ese terror simplemente no podía producir.

El muñeco empuñaba el arma blanca, y las bailarinas giraban a su alrededor, ya no como pacíficas margaritas sino como aves de mal agüero. Eran cuervos danzantes los que realizaban arriesgadas piruetas en torno a Janéerre, pero la vista perdida en el chico, hipnotizándolo paso por paso. Verso por verso.

Horror. Tippy, tippy, tap. Dolor. Tippy, tippy, tap.

Y así, de repente, un torbellino de piernas-patas embutidas en seda se volvió más oscuro que el vacío. Y de ese espacio sin nombre ni dueño, de ese lugar de vida vacante, el rojo reclamó su aire. Como una llama, consumió el oxígeno, succionando hasta la médula de huesos blancos como la… ¿pureza? No, tan claros como el pecado; tan pálidos como la muerte. Sin embargo, antes de que sucediera —

antes de que aullase un último lamento,

antes de que profiriese un final, desgarrador grito de horror,

antes de que debiese, necesitase, tuviese que taparse la cara,

antes de que hubiese dejado de tener una

—, pudo verlo. A través de un corte minuciosamente logrado en la puerta, pudo ver a la perfección a un hombre, calvo y gordo. Parecía estar devolviéndole la mirada cuando la suya se cerró… para siempre.