Un leve grito, sofocado por robustas paredes de de concreto, escapó de
Un hombre algo pasado de peso, con tatuajes cubriéndole la ceja y adornando ridículamente parte de su frente, rió amargamente, resignado. Esbozó una sonrisa seca al repasar los números de la contabilidad. No era necesario contratar a un contador para que organizase los libros; la caja registradora y el anotador de mercaderías compradas y vendidas evidenciaban la situación con la misma claridad con la que un balance de sumas y saldos lo habría hecho. En efecto, hasta el pequeño de niño de once años, incluso sin sus sesos como por esos momentos se encontraba tendido a pocos metros, se daría cuenta de que el rojo se había apoderado también de los bolsillos del dueño de su ruinosa y siniestra tumba.
Cerró el cuaderno y dejó escapar su frustración en un largo suspiro.
Se pasó la mano por la cara y la calva coronilla, como si fuese una toalla que, de alguna sobrenatural manera, pudiese secar el sudor de su angustia. Claro que, a esas alturas, había llegado a dudar que algo pudiese ser natural en la tienda.
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