miércoles, 22 de diciembre de 2010

Prólogo -- Baile Sangriento

No era cosa fácil de asimilar.

Miedo. Tip, tap, top. Muerte. Tip, tap, top.

Resonó una vez más, despertando otra ola de escalofríos. La risa entre dientes, aquella misma risa contenida que unos labios de madera simplemente no podían ocultar. Ésa fue la que el muñeco le dirigió al niño que temblaba en un rincón de la habitación; tanto a él como a las bailarinas del can-can, que enseñaban los dientes en una expresión fija y perdida mientras movían rítmicamente sus faldas, cubriéndose bonetes en forma de margarita y descubriéndose ropa interior oscura como la noche.

Mutilar. Hoppity, hop. Desangrar. Hoppity, hop.

Un cuchillo le arrancó un mechón de cabello dorado. Fue un corte algo más rudimentario que el de unas tijeras de peluquero —después de todo, un fino corte en medio de la trayectoria del proyectil anunciaba con alerta roja el dolor incipiente—, pero tan certero como el de un arquero. Las mentes vacías de las bailarinas muertas que tarareaban y canturreaban una nana ininteligible podrían —en el improbable caso de que aún lo consiguieran— pensar que había fallado por unos centímetros de abrirle un agujero en la cabeza; en realidad, acabar rápidamente no estaba en los planes del primer actor. Como mínimo, escribiría en grandes y deformes letras su nombre. Janéerre brillaría en escarlata, reluciendo como la luz de pare de un semáforo en medio de la pared, o tal vez como el letrero de neón de un espectáculo barato y ligero de ropas y contenido. Quizás hasta podría clavar un dedo a modo de acento. Se relamió con su lengua de caucho, húmeda y sucia, su imaginación tan vívida que, sin darse cuenta, había perdido el compás de la canción que entonaba.

La fantasmagórica orquesta cuya música surgía de entre las tablas de madera sueltas y removidas, se detuvo en seco. Las Margaritas interrumpieron su danza por un momento. El niño espió entre los dedos que cubrían su rostro aterrorizado, y cerró con firmeza los ojos, presionando con tanta fuerza los párpados que comenzaron a doler. ¿Estaría muerto? ¿A punto de morir? ¿Había sido tan sólo una pesadilla? Sin embargo, antes de que comenzaran a formarse en oración los interrogantes que acosaban a la diminuta figura que se acurrucaba en el rincón, los instrumentos regresaron con un violento sforzato, acompañado por un aullido más allá de toda escala vocal. ¿Estarían cosechando a las Flores? No. La nota era trágica, pero el sufrimiento que expresaba no era propio; parecía como si suplicaran por la piedad ajena. Entonces se percató de que el cuchillo ya no se encontraba clavado peligrosamente cerca de su cráneo. Despegó las manos de la cara para observar el final del espectáculo macabro, con la transpiración resbalándose por sus facciones contraídas por el terror. Podría decirse que compensaban las lágrimas que por efecto de ese terror simplemente no podía producir.

El muñeco empuñaba el arma blanca, y las bailarinas giraban a su alrededor, ya no como pacíficas margaritas sino como aves de mal agüero. Eran cuervos danzantes los que realizaban arriesgadas piruetas en torno a Janéerre, pero la vista perdida en el chico, hipnotizándolo paso por paso. Verso por verso.

Horror. Tippy, tippy, tap. Dolor. Tippy, tippy, tap.

Y así, de repente, un torbellino de piernas-patas embutidas en seda se volvió más oscuro que el vacío. Y de ese espacio sin nombre ni dueño, de ese lugar de vida vacante, el rojo reclamó su aire. Como una llama, consumió el oxígeno, succionando hasta la médula de huesos blancos como la… ¿pureza? No, tan claros como el pecado; tan pálidos como la muerte. Sin embargo, antes de que sucediera —

antes de que aullase un último lamento,

antes de que profiriese un final, desgarrador grito de horror,

antes de que debiese, necesitase, tuviese que taparse la cara,

antes de que hubiese dejado de tener una

—, pudo verlo. A través de un corte minuciosamente logrado en la puerta, pudo ver a la perfección a un hombre, calvo y gordo. Parecía estar devolviéndole la mirada cuando la suya se cerró… para siempre.

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